En la esquina de aquella acera, continuaba el jovial músico que nos elogiaba con su violín, el cual habían tildado una vez de desgastado y pobre pero que a mí, tal vez demasiado ignorante, me parecía una espléndida delicia, haciendo sonar entre sus hábiles y acostumbrados dedos aquel canto eterno que despertaba en mí una muy extraña sensación, como de recobrar vida, cada vez que me aventuraba a pasear a su lado.
No podría decir qué era exactamente lo que tocaba, podría figurar que tal vez era siempre la misma canción, pero no podría afirmarlo con total certeza. Tampoco sería capaz de describir su aspecto, ni sus ropas, ni siquiera su voz, que afloraba con eterna alegría algunos términos de agradecimiento, cada vez que alguien decidía recompensarle con unas monedas. Lo único que sabía era que, en ese momento mismo, yo estaba dispuesta a ganar millones de euros tan solo para poder agradecerle lo que su música, que, sin llegar a escucharla nunca, leía con apetito voraz, hacía a mi vida misma.
Era pura magia, cada nota acompasada que su arco reflejaba en el roce con las cuerdas, era para mí un sentimiento; cada silencio, un tierno roce de labios, y cuando sentía el cresccendo, notaba una declaración de amor intensa entre dos, cualesquiera, que aceleraban el ritmo de mis latidos y aumentaban el sonido de mi respiración.
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