Vistas de página en total

lunes, 5 de diciembre de 2011

adiós

No podía dormir. Tampoco debía hacerlo, se dijo. Era momento de desaparecer, pero no sin antes liberar aquello que oprimía su pecho buscando salir desesperadamente, pero que temía revelar a aquel cuyos besos no le estaban permitidos a su pobre alma incongruente.
A su lado, el roncaba suavemente. Incluso al respirar podía sentir el ritmo de su música. Sonrió, nostálgicamente. Iba a echar tanto de menos su perfume... el que aún seguía intensamente prendido sobre su cuerpo, desnudo y sudoroso; brillante y feliz.
-Te quiero-susurró de forma casi inaudible, mientras acariciaba su revoltoso cabello negro-Te quiero como nunca podré hacer con ningún otro- un suspiro.-Más de lo que pensé que podría alcanzar, demasiado por encima de lo que jamás me propuse, y desde luego, peligrosamente alejado de lo que me permití hacerlo, desde aquella primera vez que vislumbré tu sonrisa. ¿Te acuerdas? Éramos dos borrachos extraños en un lugar de mala muerte. Llovía, yo salí a fumarme, sin ganas, el último de mis cigarrillos, lo cual solo era una excusa para alejarme de la incómoda sensación de soledad de entre tanta compañía. Tú te apoyabas en la barandilla al lado de unas escaleras donde se encontraban media docena de mujeres de pelo sedoso y envidiables piernas, embutidas en vestidos que poco lugar dejaban a la imaginación y que suplicaban lujuria.
Recuerdo que quise odiarte. Pensé en bufar, otro liante de faldas, un donjuan cualquiera sediento de placer, de sexo nocturno y despedidas matutinas. En su lugar, surgió un suspiro. Algo tenía tu sonrisa que jamás pude vislumbrar en ningún otro rostro. Era como una luz cegadora en un mundo de tinieblas, al menos eso pensé. Me dolía el corazón solo con verte. Y si te odié, fue por lo mucho que sentí quererte, lo cual era absurdo. Yo nunca quería, y menos a alguien cuya voz nunca había escuchado, del que no sabía de su nombre. Y me odiaba a mí misma por eso. "Maldita idiota" pensé. Me di cuenta de que miraba a aquellas barbies de lujo con cierta envidia, deseando más que ninguna otra cosa ser como ellas. Una belleza sin cerebro, dos pechos y poca profundidad interior. Quería ser perfecta a la vista para que me mirases con el más furioso de los deseos, y no el desperdicio en el que me estaba convirtiendo:
Recuerdo que llevaba un vestido rojo que, de vislumbrar en un maniquí, sería precioso, pero que caía sin gracia, aumentando el contorno de mis caderas y disimulando la estrechez de mi cintura. Mi pelo, corto y de un color muy extraño(resultado de la mezcla de tantos tintes en busca de uno acorde con mi rostro) estaba electrificado debido a las pequeñas gotas de lluvia que se depositaban sobre mi cabeza. Mis medias me caían, y de poco ayudaba el escaso erotismo que poseía al subirlas continuamente y mis zapatos, aquello idiotas y negros zapatos de cordon, alejados de los tacones de infarto de las zorrillas de tus admiradoras, estaban más sucios de lo que cabía esperar en una señorita.
Sin embargo, me miraste. Y sonreíste, si cabe más fuerte, sin un mínimo rastro de sarcasmo; lo cual hizo acelerar a mi pobre corazón.
Poco después me saludaste y yo te respondí con lo único que se me ocurrió hacer en aquellos momentos: salí corriendo. Desgraciadamente, o por suerte, los cordones de mis zapatos se interpusieron en mi camino y caí de bruces. Las jodidas barbies rieron, tú no. Te alejaste de ellas sin despedirte y te acercaste hacia mí. Me sentía magullada de la caída, pero el contacto de tu piel contra la mía me hizo sentirme en el cielo. Me abrazaste fuertemente (te encantan los abrazos) y deseé morir con el contacto de tus brazos y la fragancia de tu perfume, de este suculento perfume, como el último recuerdo de mi vida terrenal, más parecido al contacto de un ángel.
Hablamos el resto de la noche, hasta que llegó la hora de marchar. Por suerte, ser una solitaria entre muchos tiene sus ventajas, pues nadie reparó en mí. Me dolió aquel largo adiós en el que compartimos el primer de nuestros besos, algo que jamás pensé que podría ser mejorado (me equivocaba. Esta noche puedo asegurar que estaba en un error. Que guapo estás bajo la tenue luz de la luna. Tu piel resplandece como una estrella) pero tu me prometiste que nos volverías a ver. Y así hicimos, cada sábado, cada viernes, siempre en horario nocturno.
Hasta hoy.
Es hora de despedirme y siento que lo mejor es que me vaya cuanto antes. No quiero ser un estorbo. ¿Qué soy  yo para tí sino una de tantas? tú para mí lo eres todo. No quiero estar cuando despiertes y busques una excusa válida para echarme de este cuarto. No me sentaré frente al teléfono esperando llamadas que, posiblemente, nunca efectúes. Me marcharé en silencio, y nunca me volverás a ver.
Buenas noches, te quiero. Nunca habrá ningún otro, no sentiré ninguna sonrisa, no oleré otras fragancias. Siempre estarás aquí-llevo la mano hacia su pecho, donde latía velozmente su corazón-y yo nunca volveré a tu vida.
Se vistió como pudo, y, con las medias y la chaqueta en la mano, se deslizó entre las sombras.
Caminó sin rumbo. Un pedazo de su alma quedaba en aquella cama, junto el brillo de sus ojos, en la que pasarían muchas más mujeres e infinitos orgasmos que a ella no correspondían. Él sería feliz, como nunca lo habrían sido juntos. Y ella, por eso, se encontraba en paz.
La calle estaba oscura y lloviznaba. Es una suerte, pensó, no tener a nadie. Así nunca debe dar explicaciones de hacia donde la llevaba su errante destino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario